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Ranking de los 12 Creepypastas Más Populares

Ranking actualizado en 2025

Un creepypasta es una historia corta de terror que circula por internet, diseñada para asustar o inquietar a los lectores. El término proviene de la combinación de creepy (espeluznante) y copypasta (un término de internet que hace referencia a textos copiados y pegados repetidamente en foros y redes sociales). Pueden ser relatos, entradas de diarios, transcripciones de videos, etc., que, en ocasiones, vienen acompañados de imágenes o videos que los corroboran.

SLENDERMAN

Slenderman

Siempre había sido un niño callado. No porque no tuviera nada que decir, sino porque aprendí desde muy pequeño que a veces era mejor no hablar. Especialmente cuando eres el único que ve cosas que los demás no pueden. No fue hasta años después que comprendí que lo que vi aquella noche no fue producto de mi imaginación. No fue una pesadilla. No fue mi mente jugando conmigo. Lo que vi era real. Y aún lo es.

Mi familia solía pasar los veranos en una vieja cabaña a las afueras de un pequeño pueblo rodeado de espesos bosques. Era el tipo de sitio que parecía existir fuera del tiempo, donde los días pasaban lentos y las noches eran tan negras como la boca de un lobo.

La primera vez que lo vi, tenía apenas ocho años.

Había salido al bosque con mi hermano mayor, David. Teníamos prohibido alejarnos demasiado, pero la curiosidad y la testarudez de un niño de diez años fueron más fuertes que cualquier advertencia de nuestros padres. Caminamos más allá del arroyo, hasta donde los árboles se volvían más altos y las sombras más profundas. Recuerdo que el aire se sentía denso, pesado, como si algo invisible se arrastrara entre los troncos centenarios.

Entonces, lo vi.

Al principio, pensé que era un árbol. Un tronco pálido y delgado que se erguía entre la maleza. Pero cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, noté la diferencia. Aquello tenía brazos, brazos largos y huesudos que colgaban a los lados de su cuerpo como serpientes dormidas. No tenía rostro, solo una extensión lisa y blanca donde deberían haber estado los ojos, la nariz y la boca. Y lo peor de todo…

Nos estaba observando.

Mi respiración se volvió errática. Me giré para avisar a David, pero cuando volví la vista, la figura ya no estaba. No dije nada en ese momento. Quizá fue el miedo, quizá la negación. Pero no sería la última vez que lo vería.

A medida que pasaban los días, comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Sombras que se deslizaban por la ventana de mi habitación, una sensación constante de ser observado, susurros en la noche que parecían provenir del bosque. Mi madre decía que eran solo sueños, que la oscuridad y la soledad del campo hacían que mi imaginación jugara en mi contra. Mi padre, en cambio, apenas me miraba cuando hablaba de ello. Como si temiera que mis palabras fueran verdad.

El punto de quiebre llegó la noche en que David desapareció.

Era tarde, y el viento golpeaba las ventanas de la cabaña como si tratara de advertirnos de algo. Mi madre dormía en el sofá, agotada después de un largo día, y mi padre no estaba en casa. David dijo que solo iba a salir un momento, que escuchó algo en el bosque y quería comprobarlo. Me pidió que no le dijera a mamá. Y yo, como siempre, obedecí.

Pasaron los minutos. Luego una hora. Luego dos.

Cuando mis padres se dieron cuenta de su ausencia, el pueblo entero se volcó en su búsqueda. Pasaron días y semanas sin rastro de él. Al final, lo dieron por muerto. Pero yo sabía la verdad. Sabía quién se lo había llevado.

Han pasado más de veinte años desde aquella noche, pero los recuerdos siguen frescos en mi mente. Con el tiempo, comencé a investigar. Descubrí que lo que vi tiene un nombre. Algunos lo llaman El Hombre Delgado. Otros lo conocen como Slenderman. Una entidad de origen desconocido, vista desde hace siglos en pinturas y relatos antiguos. Aparece en bosques, cerca de niños y adolescentes, acechando desde la oscuridad hasta que decide tomar a su víctima. Nadie sabe a dónde los lleva. Nadie los vuelve a ver.

Algunas personas dicen que es una manifestación del miedo mismo, un ser que se alimenta de nuestra ansiedad y nuestra desesperación. Otros creen que es una criatura de otra dimensión, que se desliza entre los espacios de nuestra realidad, siempre observando, siempre esperando.

Lo que sí sé es que no importa cuánto corras. No importa cuánto trates de olvidar. Si alguna vez lo has visto, nunca te dejará ir.

Lo sé porque hace unos días, cuando miré por la ventana de mi apartamento en la ciudad, lo vi.

De pie, en la esquina de la calle, entre las farolas parpadeantes.

Mirándome.

Esperando.

Jeff The Killer

Jeff The Killer

No sé cuánto tiempo más pueda seguir ocultando esto. Escribirlo no lo hará menos real, pero tal vez me ayude a comprender qué pasó aquella noche… la noche en que vi a Jeff.

Todo comenzó en los suburbios, en una casa común y corriente. Nadie esperaba que algo tan espantoso se gestara allí. Jeff era un chico normal… o eso parecía. Vivía con sus padres y su hermano, Lou. Nadie prestaba demasiada atención al chico de piel pálida y ojos hundidos, hasta que comenzaron los rumores.

Dicen que todo cambió cuando Jeff y Lou se toparon con un grupo de matones. Una pelea estalló, y aunque Lou intentó protegerlo, fue Jeff quien perdió el control. Algo oscuro despertó en él. Golpeó a los agresores con una furia inhumana, como si algo dentro de él hubiera estado esperando salir. Pero lo peor vino después.

Uno de los matones sacó una navaja. La pelea se tornó brutal, caótica. Jeff se cubrió la cara cuando una llamarada de alcohol y fuego envolvió su piel. Cuando despertó en el hospital, algo en su rostro había cambiado para siempre.

Los médicos hicieron lo posible. Su piel estaba pálida, su sonrisa parecía haber quedado grabada en su rostro, y sus ojos… sus ojos nunca volvieron a cerrarse. La noche en que Jeff volvió a casa fue la última noche normal de su familia. Se encerró en el baño, riendo en la penumbra. Se miró en el espejo y tomó un cuchillo.

—¡Es hermoso! —murmuró mientras cortaba sus mejillas más allá de la quemadura. No quería dejar de sonreír. Nunca más.

Esa noche, su madre escuchó ruidos y fue a revisar. Encontró a su hijo de pie en la oscuridad, con el rostro cubierto de sangre y esos ojos abiertos, inhumanos.

—Jeff… ¿estás bien?

Él la miró. Sonrió.

—Nunca me he sentido mejor.

La cuchilla se hundió en la carne de su madre antes de que pudiera gritar. Su padre corrió escaleras arriba, solo para encontrar la misma sonrisa esperándolo en la penumbra. Lou fue el último. Cuando abrió los ojos, su hermano estaba allí, cuchillo en mano.

—Shhh… —susurró Jeff, inclinándose sobre él—. Ve a dormir.

Desde aquella noche, Jeff desapareció. Dicen que aún está ahí fuera, escondido en las sombras, esperando a que la luz se apague. Si alguna vez despiertas en medio de la noche y sientes que alguien te observa… si ves una sonrisa dibujada en la oscuridad… Corre. No mires atrás.

Porque Jeff the Killer ya ha elegido su próxima víctima.

The Russian Sleep Experiment

Hay historias que deberían permanecer en el olvido. Relatos enterrados en archivos que nadie debería desenterrar. Pero lo que voy a contarte ahora no es solo una historia. Es un hecho, un experimento real… y una advertencia.

Corría la década de 1940, en plena Guerra Fría. La Unión Soviética buscaba cualquier ventaja, cualquier arma que pudiera darles el control definitivo. Fue así como un grupo de científicos militares recibió órdenes de probar un gas experimental diseñado para mantener despiertos a los soldados durante días. El objetivo: eliminar la necesidad de dormir y crear guerreros imparables.

Seleccionaron a cinco prisioneros políticos. Enemigos del Estado, traidores… desechables. Fueron encerrados en una habitación hermética, con provisiones para un mes y un sistema de micrófonos y ventanas de observación unidireccionales. El gas comenzó a fluir. Al principio, todo salió como se esperaba.

El primer día, los prisioneros conversaban normalmente. Al tercer día, comenzaron a hablar en susurros, a murmurar cosas sin sentido. Al quinto día, la paranoia se instaló en la habitación. Se acusaban unos a otros de conspirar con los investigadores. Al noveno día, todo se tornó en silencio.

Los científicos temieron lo peor. La única señal de vida eran los monitores cardíacos: latidos irregulares, pero presentes. Las cámaras no mostraban movimiento, y los micrófonos solo captaban un leve sonido, como si alguien estuviera raspando las paredes.

El día 15, se tomó la decisión de abrir la cámara. Cuando el gas fue retirado y la puerta se abrió… lo que encontraron dentro fue algo que ningún ser humano debería ver.

Los prisioneros ya no eran hombres. Sus cuerpos estaban destrozados, con la piel arrancada en tiras y la carne expuesta. No por la tortura, no por el gas… ellos mismos se habían mutilado. Uno de ellos yacía muerto, con el abdomen abierto y los órganos dispersos como si hubiera intentado devorarse a sí mismo.

Los demás, aún vivos, miraron a los científicos con ojos inyectados en sangre. No intentaron escapar. Solo sonrieron y dijeron:

—Necesitamos más gas…

Los soldados recibieron la orden de ejecutarlos, pero los prisioneros lucharon con una fuerza inhumana. No dormían, no sentían dolor. Uno de ellos, con la mandíbula colgando, susurró antes de ser abatido:

—Somos ustedes… somos lo que ocultan en la oscuridad… lo que siempre hemos sido.

El último sobreviviente fue atado a una camilla para estudiarlo. Un científico, horrorizado, le preguntó:

—¿Qué eres?

La criatura sonrió con sus labios desgarrados.

—¿Ya lo has olvidado? Somos la locura que acecha en tu interior. Somos lo que ocurre cuando cierras los ojos… y nunca más vuelves a abrirlos.

Y con una última carcajada, el prisionero fue ejecutado.

Smile.dog

No sé si alguien leerá esto a tiempo. No sé si servirá de algo. Pero si alguna vez recibes un archivo llamado smile.dog.jpg… no lo abras. No lo mires. No lo compartas. Porque una vez que lo ves, es demasiado tarde.

Todo comenzó con una historia en los rincones más oscuros de internet, un rumor sobre una imagen maldita. Se decía que quien la viera sufriría pesadillas insoportables, visiones de un perro con una sonrisa antinatural, con dientes humanos y ojos llenos de un mal indescriptible.

Yo no creía en esas cosas. Hasta que encontré a Mary.

Mary era una periodista obsesionada con investigar el fenómeno de Smile.dog. En 1992, entrevistó a una mujer que aseguraba haber visto la imagen. La mujer estaba completamente trastornada. No dejaba de repetir que el perro la visitaba en sus sueños, que le susurraba cosas en un lenguaje que no entendía… que le decía que compartiera la imagen, que la pasara a alguien más.

—Si lo compartes, te dejará en paz —le dijo la mujer con los ojos inyectados de terror—. Pero si no lo haces…

Mary nunca terminó su artículo. Se encerró en su casa, enloqueció y, años después, se quitó la vida.

Yo quise saber la verdad. Busqué la imagen en los foros más ocultos de la web. Y un día, me llegó un correo sin remitente. Solo tenía un archivo adjunto: smile.dog.jpg.

Lo abrí.

No puedo describir lo que vi sin que la desesperación me invada. Era un perro, o algo parecido. Su pelaje era oscuro, difuso, como si la imagen estuviera dañada. Sus ojos… Dios, sus ojos eran rojos y brillaban con una maldad indescriptible. Pero lo peor era la sonrisa: una mueca estirada, antinatural, con dientes humanos perfectos y demasiado blancos.

Esa noche tuve el primer sueño.

Estaba en una habitación oscura. No podía moverme. Y allí, en la esquina, estaba él. Smile.dog. Me miraba, sonreía. No se movía. Solo susurraba:

—Difúndeme.

Desperté gritando. Pero no era solo un sueño. Cada noche, volvía. Cada vez más cerca.

Intenté borrar la imagen. No sirvió. Se replicaba en mi ordenador, en mi móvil. Aparecía en pantallas que no encendí. En correos que no envié.

Me está volviendo loco.

Y ahora sé la verdad.

Solo hay una forma de librarse de Smile.dog. Solo hay una forma de hacer que deje de aparecer en tus sueños.

Tienes que compartirlo.

Así que… dime… ¿Quieres verlo?

Candle Cove

Todo comenzó con una conversación en un viejo foro de internet sobre programas infantiles olvidados.

Alguien preguntó:

«¿Alguien recuerda Candle Cove? Era un show de marionetas extraño que pasaban en la televisión local cuando éramos niños. Recuerdo que me daba mucho miedo, pero no sé si lo soñé.»

Lo curioso es que varias personas respondieron diciendo que también recordaban el programa.

«Sí, lo veía con mi hermano. Era sobre una niña llamada Janice que hablaba con marionetas de piratas en un barco.»

«¡Sí! Me acuerdo del villano, el Hombre de Piel Rasgada. Era espantoso, parecía hecho de cuero viejo y colgajos de carne.»

Cada respuesta hacía que la historia se volviera más inquietante.

Uno de los usuarios mencionó que el programa tenía una atmósfera extraña, con una música chirriante de fondo y diálogos confusos. Los personajes eran marionetas toscas, con movimientos erráticos y voces distorsionadas.

Pero entonces alguien preguntó algo que hizo que la conversación se congelara:

«¿Recuerdan ese episodio en el que los niños solo miraban la pantalla y lloraban?»

Hubo un silencio en el foro. Luego, varias personas dijeron que también recordaban algo parecido.

«Sí… los niños no hacían nada, solo miraban fijamente a la cámara y sollozaban sin moverse. No había música, solo un zumbido bajo.»

Nadie recordaba qué pasaba después. Solo que, después de ese episodio, dejaron de ver Candle Cove.

Uno de los usuarios, intrigado por el misterio, decidió preguntarle a su madre si recordaba el programa.

La respuesta lo dejó helado.

«Cariño… cuando eras niño, siempre decías que estabas viendo Candle Cove. Pero cuando mirábamos la televisión, solo había estática.»

Backrooms

Si alguna vez sientes que el mundo a tu alrededor se distorsiona por un instante… si te mareas sin razón en un edificio o tienes la sensación de que la realidad se ha fracturado por un segundo… entonces reza.

Porque podrías haber caído en las Backrooms.

Todo comenzó con un rumor en internet, una teoría sobre lo que ocurre cuando «no-clipeas» de la realidad. Un fallo en la existencia, como en un videojuego con errores, donde atraviesas accidentalmente una pared o el suelo y terminas en un lugar donde no deberías estar.

Las Backrooms son un espacio que no debería existir, un laberinto infinito de habitaciones amarillentas con alfombras húmedas y un zumbido de luces fluorescentes que nunca se apagan. No hay ventanas, no hay puertas de salida, solo pasillos interminables con una atmósfera opresiva.

Y lo peor no es estar atrapado allí.

Lo peor es que no estás solo.

NIVEL 0: EL INFIERNO DE LOS PASILLOS

Es el primer nivel. El más conocido. Un espacio infinito de habitaciones monocromáticas, con un hedor rancio a moho y vacío. No hay relojes, no hay señales del tiempo. Solo el sonido de tus pasos y el eco del zumbido de los tubos fluorescentes.

Se dice que hay reglas para sobrevivir:

  • No corras. El sonido viaja demasiado bien aquí.
  • No te quedes en un mismo lugar por mucho tiempo. Algo podría encontrarte.
  • Si escuchas algo que no sea el zumbido de las luces… escóndete.

Porque hay criaturas en las Backrooms. Seres que no tienen rostro, que se deslizan en los pasillos sin hacer ruido… hasta que están demasiado cerca.

LOS OTROS NIVELES

Algunos dicen que hay más de 1.000 niveles, cada uno más extraño que el anterior. Algunos son vastos océanos sin horizonte, otros son ciudades abandonadas donde el sol nunca se pone. En algunos hay otros como tú, atrapados, sobreviviendo, enloqueciendo.

Pero todos tienen algo en común: no hay salida.

LOS TESTIMONIOS

En foros de la Deep Web, hay relatos de personas que aseguran haber escapado de las Backrooms. Dicen que lo último que recuerdan es tropezar, caer al suelo… y luego despertar en un pasillo amarillo.

Días o semanas después, sin comida ni agua, simplemente «no-clipearon» de vuelta al mundo real. Pero nunca volvieron a ser los mismos.

Algunos dicen que pueden oler la humedad en el aire cuando nadie más la siente. Que pueden escuchar el zumbido de las luces aunque todo esté en silencio.

Y lo más aterrador…

Que, a veces, cuando abren una puerta equivocada en su casa, ven por un segundo las paredes amarillas de las Backrooms.

Solo un instante.

Pero lo suficiente para saber que aún no han escapado del todo.

1999

Cuando era niño, solía ver televisión todos los días después de la escuela. Era 1999 y en aquel entonces no teníamos acceso a internet como ahora, así que la TV era mi mundo. Vivía en una pequeña ciudad de Canadá, y aunque los canales principales eran los de siempre, había una estación local que captaba mi interés: el canal 21.

No tenía anuncios, no salía en ninguna guía de programación y, sin embargo, transmitía programas para niños. O al menos, eso parecía al principio.

Mi memoria sobre el canal 21 es confusa. Recuerdo que la señal era débil y la calidad de imagen, pésima. Pero algo en esos programas me mantenía enganchado. No había música de fondo, los decorados eran básicos, y los personajes… bueno, no parecían exactamente actores.

Por mucho tiempo pensé que todo era imaginación de un niño aburrido. Hasta que comencé a investigar.

Y descubrí que no fui el único que vio esos programas.

Uno de los primeros programas que recuerdo se llamaba Booby y trataba de una marioneta con forma de mano que «enseñaba» a los niños sobre la vida. La marioneta era tosca, con ojos de botón mal cosidos y una boca desproporcionada. No hablaba con fluidez, sino que tartamudeaba y hacía pausas extrañas entre frases.

El episodio que más recuerdo era sobre la «amistad». En él, Booby sostenía una muñeca de trapo e insistía en que era su amiga. Pero cuando la muñeca «intentaba escapar», Booby gritaba con voz distorsionada y la golpeaba contra la mesa hasta que su cabeza se desprendió.

El episodio terminó abruptamente.

Otro programa se llamaba Mr. Bear’s Cellar, y ese es el que más me atormenta. Era un show de acción real protagonizado por alguien con un disfraz de oso marrón. Mr. Bear vivía en un sótano oscuro y hablaba con los niños que lo visitaban. Pero lo extraño era que los niños nunca respondían.

En un episodio, Mr. Bear le dijo a un niño que se acercara para «un abrazo de oso». El niño, visiblemente incómodo, dio un paso adelante y la pantalla se cortó a negro. La siguiente escena mostraba al oso sentado solo, balanceándose lentamente y murmurando algo ininteligible.

La imagen se volvió borrosa y la transmisión terminó. Pero lo peor vino después.

Años después, cuando ya era adolescente, busqué información sobre el canal 21. No encontré registros oficiales. Parecía como si nunca hubiera existido.

Hasta que descubrí un viejo artículo de 2001.

El titular decía: «Hombre arrestado por secuestrar y abusar de niños en los años 90».

El hombre era de mi ciudad. Se hacía llamar Mr. Bear.

La policía encontró cintas en su casa, grabaciones de su «programa» en las que invitaba a niños reales a su sótano. La mayoría de los niños desaparecidos nunca fueron encontrados.

Decían que algunos episodios eran tan perturbadores que nunca se hicieron públicos.

Mi sangre se heló al leer que la última víctima documentada de Mr. Bear desapareció en 1999.

El mismo año en que yo veía el canal 21.

Aterrado, busqué en mi antigua caja de recuerdos. Había guardado dibujos, juguetes… y cartas de cuando era niño. Y allí estaba.

Un sobre amarillento con una caligrafía infantil en la parte delantera:

«Para mi amigo especial.»

Mis manos temblaban mientras abría la carta. Dentro, había un mensaje escrito con crayón rojo.

«Hola, amiguito. Espero que estés bien. Me hubiera gustado verte en mi sótano. Pero no te preocupes… algún día podremos jugar juntos.
— Mr. Bear.»

Nunca la había leído antes. No recordaba haberla recibido.

Y lo peor… No sé cómo llegó a mi casa.

Desde entonces, he intentado olvidarlo. Pero hace unas semanas, en un foro de casos sin resolver, alguien publicó un mensaje aterrador:

«¿Alguien recuerda el canal 21? Creo que está de vuelta.»

Adjuntaba un enlace a un video subido hace solo unos días.

Era un fragmento de Mr. Bear’s Cellar. La misma calidad mala, el mismo sótano oscuro.

Pero esta vez, Mr. Bear miraba directamente a la cámara. Y decía:

«Bienvenido de nuevo, amiguito. Te he estado esperando.»

Laughing Jack

Me llamo Joe, y hasta hace poco tenía un hijo llamado Thomas. Ahora todo lo que me queda es el vacío, el miedo y el recuerdo de una risa macabra que nunca debí escuchar.

Todo comenzó hace unas semanas, cuando mi hijo empezó a hablar de su nuevo «amigo imaginario». No me pareció extraño al principio. Thomas tiene solo seis años, y es común que los niños inventen amigos para jugar. Sin embargo, este no era un amigo común. Se llamaba Laughing Jack.

—Papá, Jack quiere jugar conmigo —me dijo una noche mientras le arropaba en la cama.

—¿Quién es Jack, cariño? —pregunté con curiosidad.

—Es mi nuevo amigo. Vive en mi armario y me cuenta chistes. Siempre está riendo, papá. Siempre se ríe.

Pensé que era tierno. Todos los niños tienen imaginación, ¿no? Así que simplemente asentí y le besé en la frente antes de apagar la luz. Pero algo en su voz me hizo sentir incómodo.

Las cosas se volvieron extrañas al poco tiempo. Una mañana encontré un puñado de caramelos viejos y pegajosos en el suelo de la habitación de Thomas. No le había dado dulces. Tampoco teníamos en casa. Le pregunté dónde los había conseguido.

—Jack me los dio —respondió con una sonrisa inocente.

Aquella noche me aseguré de revisar el armario antes de acostarlo. Estaba vacío. Cerré la puerta y me convencí a mí mismo de que todo era un juego infantil. Pero en lo más profundo de mi mente, algo me carcomía: una sensación de alerta, como si hubiese algo más en esa habitación.

Con el paso de los días, Thomas comenzó a comportarse de manera extraña. Hablaba solo más a menudo, reía en medio de la noche y murmuraba cosas en la oscuridad. Cuando le preguntaba, solo me respondía que estaba hablando con Jack. Pero lo peor fue cuando lo encontré llorando en la esquina de su cuarto, abrazándose las piernas.

—¿Qué pasa, pequeño? —pregunté, alarmado.

Me miró con los ojos enrojecidos y me susurró:

—Jack se enojó conmigo.

Intenté calmarlo, diciéndole que Jack no era real. Pero esa misma noche, me desperté con un ruido en su habitación. Un crujido, como si alguien estuviera caminando por el suelo. Entré de inmediato y vi algo que heló mi sangre: Thomas estaba de pie en medio de la habitación, mirando fijamente al armario, como hipnotizado.

—¡Thomas! —grité, corriendo hacia él.

Pero antes de llegar, la puerta del armario se abrió sola. Un hedor nauseabundo inundó la habitación, y por un segundo vi… algo. Una figura delgada y alta, con brazos anormalmente largos, una nariz grande y puntiaguda y una sonrisa grotesca, con dientes afilados como agujas. Sus ojos eran dos pozos negros de vacío, y su risa… oh, su risa… era aguda, distorsionada y desquiciada.

Corrí hacia mi hijo y lo saqué de la habitación. No miré atrás. Esa noche dormimos en mi habitación con la puerta cerrada. Al día siguiente, llamé a un sacerdote para bendecir la casa. Pero nada cambió.

Thomas dejó de dormir bien. Se veía agotado y ojeroso. Me decía que Jack lo visitaba por las noches y que cada vez era «más malo». No sabía qué hacer. No podía ayudarlo. Hasta que, una noche, todo llegó a su punto final.

Me desperté con un grito desgarrador. Corrí a su cuarto y encontré la cama vacía. La ventana estaba abierta de par en par, y un rastro de sangre manchaba las sábanas. Busqué desesperadamente, gritando su nombre, pero no hubo respuesta. Entonces la vi.

La caja de música.

Era antigua, con un payaso pintado en la tapa. No la había visto antes. Se encontraba sobre su mesita de noche, abierta. Emitía una melodía espeluznante, infantil pero siniestra. Cuando me acerqué, la música se detuvo de golpe, y una risa retumbó en la habitación.

Una risa que nunca olvidaré.

El caso sigue abierto. Nunca encontraron a Thomas. La policía no halló señales de intrusión, ni huellas. Era como si se hubiese desvanecido en el aire. Pero yo sé la verdad. Sé que algo se lo llevó. Algo que salió de ese armario. Algo que nunca debió existir.

Ahora, en las noches, cuando la casa está en silencio, escucho una melodía. Una melodía de caja de música, y una risa lejana, burlona, esperándome en la oscuridad.

Abandoned by Disney

Siempre he sido un tipo curioso. No del tipo que se mete en problemas, pero sí del que no puede resistirse a una buena historia misteriosa. Y cuando supe sobre el parque de Disney abandonado, supe que tenía que verlo con mis propios ojos.

Quizás hayas oído hablar de él: Mowgli’s Palace. Un resort temático inspirado en El libro de la selva, construido en los años 90 y abandonado antes de su inauguración. Según la historia oficial, Disney lo cerró por problemas legales con el gobierno local. Pero si pasas suficiente tiempo en los foros adecuados, encontrarás historias sobre empleados que desaparecieron y visitantes que entraron… pero nunca salieron.

No creía en nada de eso. Pero me parecía una oportunidad única.

Me tomó semanas encontrar su ubicación exacta. Disney esconde bien sus secretos. Cuando finalmente la descubrí, preparé mi mochila con una linterna, una cámara y un bate de metal—por si algún animal salvaje decidía que yo sería su almuerzo. Conduje hasta Carolina del Norte, estacioné mi coche lejos de la carretera principal y me adentré en la jungla.

Después de una caminata sofocante, lo vi: Mowgli’s Palace, escondido entre los árboles, devorado por la naturaleza. La entrada principal estaba oxidada y cubierta de enredaderas, con el cartel de bienvenida apenas legible. “Disney’s Mowgli’s Palace”.

Lo más extraño era el silencio. Ni un solo pájaro, ni un insecto. Como si la selva misma evitara ese lugar.

Me adentré con cautela, pasando por lo que alguna vez fue la recepción. Carteles descoloridos con los personajes de El libro de la selva sonreían con expresiones inquietantes. La pintura se caía en escamas, y el olor a humedad y moho impregnaba el aire. Seguí explorando, pasando por habitaciones destruidas y muebles podridos, hasta que encontré lo que había venido a buscar: la sala de atracciones.

El gran salón tenía un escenario en ruinas y filas de asientos destrozados. En las paredes aún colgaban pancartas con la cara de Baloo y Bagheera. Y en el centro de la sala, había una estatua de Mickey Mouse… o lo que quedaba de ella.

La estatua estaba cubierta de lo que parecía… piel. Como si alguien la hubiese recubierto con un material orgánico seco y agrietado. Algo me decía que debía marcharme, pero entonces vi una puerta abierta al fondo del salón.

Tenía un letrero oxidado: «COSTUME CHARACTERS ONLY».

Mi instinto gritaba que no entrara. Pero mi curiosidad era más fuerte.

Dentro, encontré una habitación fría y oscura. Filas de disfraces de personajes de Disney colgaban de perchas oxidadas. Algunos estaban intactos, pero otros parecían haber sido arrancados de los maniquíes a la fuerza. Caminé entre ellos, iluminando con mi linterna, cuando noté algo en el suelo: una alfombra ennegrecida.

No era una alfombra. Era un agujero. Un agujero perfectamente cuadrado en el suelo, con una escalera que descendía a la oscuridad.

Me arrodillé y enfoqué la luz en el abismo. No se veía el fondo. Un hedor indescriptible emergía de allí, una mezcla de óxido, carne podrida y algo más… algo que no debería existir.

Entonces, algo se movió abajo. Un sonido húmedo, como carne arrastrándose.

Retrocedí de inmediato, sintiendo mi respiración volverse errática. Pero cuando me di la vuelta para correr, escuché una voz. Una voz infantil.

«¿Dónde vas?»

Mi linterna tembló en mi mano. No había nadie allí.

«Pensé que querías ver a Mickey.»

Y entonces lo vi. Desde las sombras de la habitación emergió una figura. No era un disfraz, aunque lo parecía. Era un Mickey Mouse gigante, pero su piel no era tela… era carne. Carne negra, podrida y goteante. Sus ojos eran pozos oscuros, sin vida, y su boca… su boca era demasiado grande, con dientes afilados y encías sangrantes.

«Abandoned by Disney.»

La voz retumbó en mi cabeza, pero su boca no se movió. Yo sí.

Salí corriendo sin mirar atrás. Atravesé la selva, tropecé, me raspé las rodillas, pero no me detuve. No sé cuánto tiempo corrí, pero cuando llegué a mi coche, mis manos temblaban tanto que apenas pude poner las llaves en el contacto.

Arranqué y me alejé de ese infierno sin mirar por el retrovisor.

Desde entonces, no duermo bien. A veces, cuando apago la luz, escucho su voz en mi habitación.

«Abandoned by Disney.»

Gateway of the Mind

No sé cuánto tiempo me queda. Lo que vi, lo que experimenté… no está hecho para la mente humana. No para la nuestra. Pero alguien debe saber la verdad. Alguien debe entender el horror de lo que intentamos hacer.

Soy el único sobreviviente del experimento. Y aunque aún respiro, no estoy vivo…

A finales de los años 80, un grupo de científicos se obsesionó con una idea: ¿qué pasaría si un ser humano fuera completamente aislado de sus sentidos? ¿Podría alcanzar un nivel de conciencia pura, más allá de la realidad física?

La teoría era simple: nuestros sentidos nos limitan. Nos atan al mundo material. Pero si los eliminamos… ¿qué nos queda? ¿Quizás, solo quizás, podamos ver lo que hay más allá?

El gobierno financió el experimento en secreto. Eligieron a un voluntario: un hombre anciano sin familia, dispuesto a someterse a cualquier cosa con tal de “conocer la verdad”.

Le llamábamos Sujeto 01.

Lo sometimos a una cirugía para desconectarlo del mundo. Sus ojos fueron sellados, su lengua removida, sus oídos destruidos. Se bloqueó su sentido del tacto y el olfato con técnicas quirúrgicas avanzadas. Nada de estímulos. Nada de distracciones. Solo su mente y el vacío.

La primera semana transcurrió en silencio. No podía hablar, no podía gritar. Solo respiraba, inmóvil en su habitación acolchada, bajo la luz blanca de la instalación. Pero en la segunda semana, algo cambió… Lo encontramos murmurando.

No tenía lengua, así que no podía articular palabras. Y sin embargo, hablaba. Su boca formaba frases sin voz, como si conversara con alguien. Al principio pensamos que eran delirios, producto del aislamiento. Pero luego escuchamos el susurro.

No venía de él.

Las cámaras captaron sonidos en la habitación. Susurros bajos, incomprensibles, pero presentes.

Para la tercera semana, el Sujeto 01 dejó de moverse por completo. Su respiración era superficial, su cuerpo apenas respondía. Pero su expresión… su expresión era de puro horror.

Un día, simplemente, se echó a reír. Risas secas, entrecortadas, con espasmos involuntarios.

Corrimos a su habitación, incapaces de entender qué estaba ocurriendo. Y entonces, lo dijo. Con una voz que no era suya. Con una voz que no podía ser humana.

«Los veo.»

Nadie se atrevió a preguntar qué quería decir. Pero no teníamos que hacerlo, porque cuando el Sujeto 01 alzó la cabeza y nos miró, aunque no tenía ojos, supimos que había algo más en la habitación con nosotros.

Algo que no podíamos ver. Algo que había estado allí todo el tiempo.

Las luces parpadearon. El sistema de seguridad colapsó. Y en la oscuridad, escuchamos voces. Voces antiguas. Voces que susurraban cosas que no debíamos saber. Corrimos.

Los registros del experimento fueron destruidos. Nadie debe repetir lo que hicimos. Nadie debe tratar de ver. Pero ahora es demasiado tarde.

Porque ya saben que existimos.

Y ya no estamos solos.

Ben Drowned

Me llamo Daniel, y necesito que alguien escuche esto. No sé cuánto tiempo me queda antes de que… antes de que se apodere de todo. Antes de que me ahogue.

Hace una semana, encontré algo que no debería haber tocado. Me topé con un cartucho viejo de The Legend of Zelda: Majora’s Mask en un mercadillo de segunda mano. Era raro, no tenía etiqueta, solo un pedazo de cinta adhesiva con la palabra “BEN” garabateada con marcador negro. El vendedor era un anciano extraño, con los ojos hundidos y vidriosos, que me miró fijamente cuando lo levanté.

—¿Seguro que quieres eso? —dijo, con una voz rasposa y temblorosa.

Asentí. Apenas costaba un par de euros y tenía curiosidad. Cuando me fui, el anciano susurró algo que no entendí del todo. Sonaba como “Él te está esperando”.

Cuando llegué a casa, soplé el cartucho —una costumbre vieja— y lo metí en mi Nintendo 64. El juego arrancó como siempre, pero con un archivo guardado llamado “BEN”. No le di importancia y creé mi propio archivo. Lo llamé “DAN”, mi nombre.

Jugué durante unas horas, pero había algo… raro. La música sonaba distorsionada por momentos, con notas erróneas, como si la melodía se rompiera y se recompusiera de forma antinatural. Los NPC no hablaban correctamente, sus diálogos estaban llenos de caracteres extraños, como si el juego estuviera corrompido. Y luego estaba el personaje de Link…

Cada vez que miraba la pantalla, sentía que sus ojos estaban vacíos. Sin pupilas. Solo dos orbes oscuros.

La primera noche tuve pesadillas. Soñé con el vendedor mirándome desde la esquina de mi habitación, con una sonrisa que no era humana. Soñé con agua, con una figura pálida flotando en el fondo. Cuando desperté, la música del juego sonaba en mi cabeza, incluso cuando el televisor estaba apagado.

Al día siguiente, al encender la consola, noté algo perturbador. Mi archivo “DAN” había desaparecido. En su lugar, solo quedaba “BEN”. Lo seleccioné, temblando, y aparecí en la Ciudad Reloj… pero estaba vacía. No había NPCs. Solo silencio y la máscara de Link mirándome con esa expresión muerta.

Intenté moverme, pero en cuanto lo hice, apareció un mensaje en pantalla:

¿Por qué me olvidaste?

Mi corazón se aceleró. Apagué la consola. No quería seguir, pero algo en mi cabeza me susurraba que tenía que volver a encenderla.

Lo hice.

La pantalla titiló en negro antes de cargar otra vez. Ahora estaba en el Lago del Observatorio, con Link flotando en el agua. No había música, solo el sonido de mi respiración en la habitación. Intenté moverme, pero Link no respondía. Entonces, un texto apareció de la nada:

No puedes huir.

El juego se congeló. Apagué la consola de golpe y me alejé. No dormí esa noche. Sentía que alguien me observaba desde la oscuridad de mi habitación.

Al día siguiente, me desperté con el televisor encendido. La consola estaba funcionando sola. En la pantalla, Link estaba de pie en un campo vacío, pero no era el Link normal. Su cara era la de la estatua de la Elegía al Vacío: ojos grandes y negros, una sonrisa macabra. No toqué nada. Entonces, lentamente, el personaje se giró hacia la pantalla, como si pudiera verme.

Moriste conmigo.

Apagué la tele y desconecté la consola. Pero las cosas solo empeoraron.

Esa noche, mi ordenador se encendió solo. Un archivo de texto estaba abierto. Decía: BEN.

Borré el archivo. Apagué la computadora. Pero cuando me alejé, escuché el sonido de la Canción de la Curación, tocada al revés. Y luego, una risa. Una risa que venía de los altavoces apagados.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi teléfono se llenó de mensajes sin remitente, todos diciendo lo mismo: No debiste jugar.

Aparecían imágenes en mi galería, fotos de mi habitación tomadas mientras dormía. En una de ellas, había algo en la esquina. Algo que no debería estar ahí. Una silueta con ojos vacíos.

Anoche, soñé con agua. Estaba atrapado en el fondo de un lago, incapaz de respirar. Cuando miré hacia arriba, vi una figura flotando sobre mí. Tenía mi cara.

Ahora escribo esto porque no sé cuánto tiempo me queda. Mi reflejo en el espejo no se mueve cuando yo lo hago. A veces, parpadea antes que yo. Siento que algo se arrastra en mi cabeza, que algo me observa desde adentro.

Escucho la risa, incluso cuando hay silencio.

Si encuentras un cartucho con la palabra “BEN” escrita en él… quémalo.

No juegues.

No lo dejes entrar.

Polybius

Nunca debí tocar esa máquina.

Si pudiera volver atrás en el tiempo, si pudiera advertirme a mí mismo antes de meter la moneda en la ranura, lo haría. Pero ya es tarde. Demasiado tarde. El daño está hecho, y ahora no puedo sacarme de la cabeza los sonidos, los destellos, los números… Dios mío, los números.

Esto ocurrió hace años, cuando todavía existían las salas de arcade llenas de chavales con los bolsillos cargados de monedas y un hambre insaciable de récords. Yo era uno de ellos. Había oído rumores sobre una máquina nueva, algo especial. No tenía un logo llamativo ni arte en la carcasa. Solo un nombre en letras blancas sobre fondo negro: Polybius.

—Dicen que la puso el gobierno —me susurró un amigo mientras observábamos la máquina en un rincón oscuro del local—. Que hace cosas raras con tu cabeza.

Eso solo hizo que quisiera probarla más. Siempre fui escéptico con esas historias, así que deslicé una moneda dentro. La pantalla cobró vida con una explosión de luces y formas geométricas que giraban y pulsaban al ritmo de un sonido hipnótico. Sentí un ligero mareo, pero lo ignoré. Un texto apareció en la pantalla: Bienvenido. Estás preparado.

No había instrucciones. Solo un fondo negro y un conjunto de formas en movimiento. Apreté los botones al azar y sentí que la pantalla respondía de inmediato, casi como si supiera lo que quería hacer antes de que lo hiciera. Mi pulso se aceleró. Las imágenes cambiaban de color bruscamente, parpadeando con tanta intensidad que tuve que entrecerrar los ojos. Pero no podía apartar la vista. El sonido era una mezcla de zumbidos y notas distorsionadas que resonaban dentro de mi cráneo.

No sé cuánto tiempo pasé jugando. Perdí la noción del espacio, del tiempo. A mi alrededor, el mundo dejó de existir. Solo importaban los patrones, los pulsos de luz, los números que parpadeaban en la pantalla. Números que no parecían seguir ninguna lógica, pero que, de alguna manera, tenían sentido dentro de mi cabeza.

Y entonces… algo cambió.

La pantalla se llenó de líneas intermitentes y una figura emergió entre ellas. No era parte del juego. No podía serlo. Era algo más. Algo que me miraba. Un rostro, sin rasgos definidos, solo un vacío donde deberían estar los ojos y la boca. Eres especial, dijo una voz, pero no venía de los altavoces. Venía de dentro de mi cabeza.

Me aparté de golpe de la máquina, jadeando. Miré a mi alrededor y noté que el local estaba vacío. La música y el bullicio de la sala de juegos se habían esfumado. Parpadeé. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Mi reloj marcaba la misma hora que cuando había empezado a jugar, pero yo sabía que no podía ser cierto.

—¿Estás bien? —me preguntó el dueño del local.

Asentí, pero la cabeza me daba vueltas. Me fui a casa con la sensación de que algo me seguía, de que algo se había metido dentro de mí.

Esa noche tuve pesadillas.

Soñé con el rostro sin facciones, con los números en la pantalla y con voces que murmuraban palabras incomprensibles. Me desperté sudando y con un dolor de cabeza punzante. Pero lo peor fue que, incluso con los ojos abiertos, todavía veía los números. Estaban ahí, en las paredes, en el techo, en mis manos. Me acompañaban a todas partes.

Los días siguientes fueron una niebla borrosa. No podía concentrarme. Cada vez que cerraba los ojos, veía formas geométricas moviéndose en patrones imposibles. Mis oídos zumbaban con los sonidos del juego, aunque estuviera en silencio. Mi mente no era miya. Algo se había quedado dentro.

Intenté volver al arcade para ver la máquina, pero ya no estaba. Le pregunté al dueño y solo me dijo que vinieron a llevársela. No supo decirme quiénes eran. O no quiso decirme.

Pero sé que no desapareció del todo.

Porque cada noche, cuando intento dormir, escucho su llamada. Veo los números flotando en la oscuridad. Y sé que, en algún lugar, Polybius sigue esperando, atrayendo a otros como yo. Quizás tú seas el siguiente.

Quizás ya hayas jugado… y todavía no lo sepas.